El 7 de noviembre, Nicaragua volverá a las urnas. Sería insuficiente explicar la cita con las urnas como si sólo se tratara de unas elecciones, porque no es así. Por supuesto, se certifica el grado de consonancia política con el sandinismo, que lleva 14 años en el poder, pero no es sólo una celebración del rito fundamental de la democracia, la cita recurrente con la verificación popular del gobierno y de los partidos. No, no es una elección como cualquier otra. Este próximo 7 de noviembre en Nicaragua es una fecha en la que se certifica mucho más que un balance, es un voto que adquiere un valor contextual y prospectivo: es, sin ningún énfasis, una cita con la historia.
Giovan Battista Vico tenía razón, la historia se compone de cursos y recursos. También a este lado del Trópico la historia sigue sin dejar de repetirse, proponiendo cíclicamente la irreconciabilidad entre independentismo y anexionismo, subrayando la distancia insuperable de las opuestas recetas y proyectos: entre la guerra contra la pobreza o la guerra contra los pobres, entre la reducción o el aumento de la brecha social, entre la universalización de los derechos para todos o la afirmación de los privilegios de unos pocos, entre los ciudadanos o los consumidores, entre el desarrollo horizontal o el enriquecimiento reservado a las élites.
Esta división, que es clara y se puede ver en cualquier momento, ha sido el corazón palpitante de la política nicaragüense. Más que antes, los años transcurridos desde las últimas elecciones se han caracterizado por la existencia de dos opciones políticas opuestas, no sólo diferentes, en el país. Por un lado, está la opción sandinista, producto de la guerra de liberación de la dictadura somocista y del proceso revolucionario de los años ochenta, que luego se reavivó con mayor fuerza en su segunda etapa de implantación, iniciada en el 2007. Es un modelo sociopolítico anclado en la premisa a la independencia y soberanía nacional, y que ve en el multipartidismo, en la economía mixta y en el modelo socialista de distribución de la riqueza, el marco ideológico en el que apoyarse. Y considera la solidaridad como un instrumento para igualar las desigualdades y no como un acto benéfico improvisado.
Por otro lado, está el liberalismo, que tiene en el turbo-capitalismo su vínculo sociocultural, que mantiene unidos al latifundio, a las jerarquías eclesiásticas y a la derecha golpista. Es doctrina inextricablemente ligada a una concepción clasista de la organización social y política del Estado y de la sociedad, a la visión de un país con un destino colonial manifiesto. Convencidos de que cualquier forma de dignidad pública sea una amenaza para el establishment, creen religiosamente en un modelo que ve su receta de supervivencia en la estructura de la dependencia económica, política y en el sometimiento militar y cultural al gigante del Norte. Prácticamente una versión endógena de la Doctrina Monroe.
El horror no es candidato
Polémicas engañosas e infundadas acompañaron la investigación de la justicia nicaragüense sobre una organización criminal que lavaba dinero y organizaba un nuevo intento de golpe de Estado como respuesta a la inevitable victoria del FSLN. Los terratenientes sobrantes y los improbables líderes improvisados, que fueron sandinistas durante diez años y antisandinistas el resto de su vida, añadieron vergüenza a su derrota personal y política. Fueron abandonados por los empresarios que, tras el conflicto armado, se dieron cuenta de su inconsistencia política. Fueron rechazados por todas las alianzas electorales, que comprendieron su característica de elemento divisor y, por tanto, nunca les prestaron atención ni les hicieron propuestas, haciendo retroceder sus salvajes ambiciones.
Así que los terroristas han optado convenientemente por retirarse de la competición. El escaso dos por ciento que se les atribuye habría sido difícil de conciliar con la historia de los “insurgentes apoyados por el pueblo”. Y, además, pedir a la comunidad internacional que no reconozca el resultado electoral presentando sólo el 2% del consenso convertiría la narración del supuesto fraude en un momento de hilaridad general. Así que los terroristas no estarán entre los candidatos y no habrá candidatos entre los terroristas. Una buena premisa para una votación democrática.
Aparte elecciones en la Costa Atlántica, por primera vez se vuelve a las urnas tras la intentona golpista de abril de 2018, cuando Nicaragua se vio sacudida por una violencia feroz y desmedida que mantuvo al país sumido en el terror durante tres meses. Fueron meses de horror, con la empresa privada intentando comerse el país y la jerarquía eclesiástica haciendo de segundona de los criminales, guiándolos, protegiéndolos y ayudándolos mientras fingía mediar en el conflicto. Hubo un balance trágico: 1800 millones de dólares de daños a la economía, más de sesenta muertos entre las filas del FSLN, asesinados cobardemente en emboscadas, más de 20 policías muertos, torturas y violencia sexual, asaltos a las casas donde vivían los sandinistas; ambulancias, centros de salud, casas particulares y sedes institucionales incendiadas en una explosión de ludismo drogado.
Un odio nunca visto en la historia del país, que además está lleno de guerras y dolor; una mezcla de terror y horror, de sangre e infamia, de fake news y falsa diplomacia, que se prolongó hasta que, agotadas todas las opciones de diálogo nacional – que para los terroristas se había convertido sólo en un truco para mantener al país como rehén -, el presidente, Comandante Daniel Ortega, ordenó restablecer la calma y el orden en las calles.
Los sandinistas de toda la vida, ante libetadores y luego defensores de Nicaragua, salieron a limpiar el país de la porquería golpista. En pocas horas, los cachorros de siempre se impusieron a las bestias. El reloj de arena en el que habían corrido los granos del terror se dio la vuelta en pocas horas: los cobardes, capaces de amedrentar y aterrorizar a los indefensos, huyeron cuando se enfrentaron a hombres armados, entrenados y capaces. Una huida azarosa y atrevida, sin honor ni dignidad, a Costa Rica. En pocas horas, los gritones se callaron y se convirtieron en gargantas profundas; las amenazas se convirtieron en confesiones.
Se promulgó una amnistía, porque como en Esquipulas o Sapoá, los criminales inician las guerras, pero sólo los fuertes saben acabar con ellas. Daniel Ortega optó por la reconciliación, una salida necesaria para enfrentar a una epidemia de odio inducida por el dinero y los intereses ajenos. Muchos cumplieron, otros no: en complicidad con el agresor extranjero, siguieron planeando conspiraciones golpistas y abriendo desafíos a las instituciones del país. Mercenarios inútiles, siguieron recibiendo fondos extranjeros para utilizarlos en la Patria y contra la Patria. Siguen pidiendo embargos, sanciones, invasiones y bombardeos contra su propio país, pero se presentan como progresistas y patriotas en todo el mundo, ocultando el fascismo que corre por sus venas y la total dependencia del imperio que los hace ricos y famosos, transformando a los terratenientes en líderes políticos.
Esta votación, esta campaña electoral, necesariamente tuvo que tener en cuenta el intento pasado y el proyecto futuro de golpe de Estado, actualizando el código penal y la legislación ante el desafío del terror. La fuerza de la ley asegura que nadie ya está indefenso, no se va a permitir la extensión del terror por parte de una ínfima minoría, y menos lo permitirá un gobierno que cuenta con el apoyo de la mayoría.
Dos modelos irreconciliables
El choque entre estos dos modelos ha sido parte de la narrativa política de Nicaragua en los últimos años, aunque nadie, ni siquiera los más acérrimos enemigos del sandinismo, niega la gigantesca transformación del país que se ha producido en los últimos 14 años: una revolución que ha generado la más profunda y extensa modernización de un país en la historia no sólo de Nicaragua sino de toda la región. Para la sanidad y la educación, que ahora son públicas, gratuitas y de excelente nivel. Por la eficiente red eléctrica que cubre todo el país. Para las carreteras, las casas, el transporte al menor coste de la región. Por la capacidad de generar empleo y mejorar las condiciones de vida. Para equilibrar la brecha de género en los roles públicos y el poder. Para acercar con carreteras el Atlántico y el Pacífico. Para la seguridad en las calles, resultado de un modelo de seguridad comunitaria sin igual en el mundo, que hace de la policía un cuerpo único con la comunidad a la que pertenece a la que delega la necesidad de seguridad y paz, palancas fundamentales de la calidad de vida.
Los datos indican que Nicaragua tiene la tasa de criminalidad más baja en porcentaje de la población. Esto es la sustancia de una idea de sociedad construida sobre un modelo comunitario, una respuesta solidaria y descarada al modelo liberal y egocéntrico, que ignora los derechos sociales y tiene al individuo como único motor, impulsando su capacidad de dominar a los demás, en conformidad con el modelo egoísta orientado al beneficio y los privilegios en el que se funda el capitalismo.
La transformación de Nicaragua se ha producido ante todo en la mentalidad de los nicaragüenses, que ahora ven horizontes impensables hace 14 años, oportunidades que nunca habían visto, derechos que nunca habían conocido.
El Frente Sandinista presenta por segunda vez la fórmula ganadora de 2016: el comandante Daniel Ortega Saavedra como presidente y Rosario Murillo Zambrana como vicepresidenta. Una fórmula probada que ha dirigido muy bien el país en años difíciles, con acontecimientos en el momento de la victoria del 2016 imposible de predecir.
La derecha del país que compite en la votación es la derecha legal, es decir, la que no es golpista, aunque sólo sea por cálculo de probabilidades. Entre gobierno y oposición hay seis partidos que presentan un candidato, pero los sondeos de los últimos meses hablan clarito. La distancia entre la oposición y el gobierno es demasiado grande. La cuestión, de hecho, no es “quién” ganará, sino con qué margen.
Decir esto puede parecer una valoración arriesgada o, peor aún, una actitud de complacencia, pero no es así. El margen con que el FSLN debe ganar es importante, porque se necesita un resultado contundente, que silencie cualquier controversia, así como cualquier acusación de fraude que intente limitar el reconocimiento internacional a la enésima afirmación del sandinismo.
El 7 de noviembre será una jornada electoral democrática, libre y transparente. La observación electoral será responsabilidad de cada ciudadano y la consulta estará acompañada por organizaciones, partidos, movimientos y personas del mundo de la política, la cultura y la información, tanto de América como de Europa. El acompañamiento electoral será la primera defensa de la legitimidad del voto y de su desarrollo frente al acoso internacional. No habrá OEA, USA y UE, prácticamente tres organismos cuyas canciones suenan con el mismo director de orquesta.
Por una vez, en lugar de ser un instrumento de intervención directa en el voto por parte de los enemigos de Nicaragua, la presencia internacional será una expresión de amistad con un país vergonzosa e innecesariamente vilipendiado y amenazado por la corriente dominante al servicio del pensamiento único.
El Frente Sandinista saldrá fortalecido de las encuestas. Por eso el imperio intenta socavarlo con el terror y las sanciones, sabe que no puede contar con sus ciudadanos. Pero el sandinismo si no es removible en las urnas, menos aún lo es por la fuerza. Por el contrario, la fuerza es el terreno que lo favorece, porque solo quien sabe lo que significa amar es capaz de poner la fuerza necesaria sobre el terreno. Incapaz de olvidar, sabe luchar y perdonar: pero no todo, no todos y no para siempre.
Este 7 de noviembre Nicaragua decide. El gobierno de Daniel y Rosario ha gobernado con sabiduría y previsión. El sandinismo sabe que gobernar significa gestionar, planificar, prever, organizar y, sobre todo, imaginar. Y los que representan un proyecto ganador para una nación saben que cuando las armas callan, se escucha alto y claro el sonido de los sueños.
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